Mientras regresábamos, algo
había tirado de las gasas blancas de niebla y había levantado el telón para
desvelar lo que arropaba o escondía. Lo primero que destacaba era el glaciar,
con sus tonos azulados y el frente de hielo que se apoyaba en la orilla y que
se iría desprendiendo. El tamaño del glaciar había decrecido preocupantemente
desde 1958, cuya imagen comprobamos en el centro de visitantes. El cambio
climático, la acción del hombre y otros factores se confabulaban contra los
glaciares y les arrebataban su helado patrimonio.
Para degustar adecuadamente
aquel espectáculo regresamos sobre nuestros pasos hasta el mirador intermedio.
Todo había vuelto a ganar vida. Hasta se destapaban algunas cascadas menores
que se acoplaban a la pendiente de las montañas, que exhibían orgullosas sus
parches de nieve que ni el verano lograba arrebatarles. En la parte más alta se
descubría un verdor inusitado y unas venillas que eran hilos de agua que salían
a pasear con destino al lago.
Aún quedaban cinturones de nubes
que besaban los árboles de las laderas, trazaban bandas verticales, adornaban
el fondo oscuro con la generosidad que solo la naturaleza puede dominar.
En el centro de visitantes
encontramos esa información que nos pedía la mente sobre el lugar, sus
propiedades, la fauna (con osos, cabras montesas, castores, salmones) y una
rica flora. También sobre otros aspectos.
Caminamos hasta bear stop
y tuvimos suerte al llegar casi inmediatamente un autobús que pidió ticket
amarillo o rosa. Aunque no eran los nuestros, Jesús mostró su reserva y nos dejaron
pasar. El conductor era inuit (lo que se conoce popularmente como esquimal) y
bastante socarrón. Se le entendía poco, pero daba igual.
El regreso fue un precioso
recordatorio de los lagos y los ríos, de lo generosa que es esta tierra con los
visitantes que se animan a salir de la protección de la ciudad.
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