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Viaje a Alaska y Canadá 41. Paseo matutino por Yaletown.


 

Aquella mañana nos la tomamos con calma. Nuestra única obligación era el embarque, programado para las dos de la tarde. Aún disponíamos de unas horas para dar un paseo por la ciudad.

Habíamos quedado con Javier y José Ramón a las ocho y media, con las maletas, en la recepción. Se retrasaron ligeramente porque estaban reclamando porque no les habían hecho la habitación el día anterior (como a nosotros), a pesar de que el día de nuestra llegada nos preguntaron cuándo queríamos que la hicieran. Nos había molestado bastante. Incluso habíamos tenido que reciclar los vasos para el desayuno. Tampoco habían cambiado las toallas (a mí me daba igual) y las papeleras estaban a rebosar. Durante el viaje comprobamos que no era costumbre que hicieran las habitaciones todos los días y menos para estancias cortas, de menos de tres días. El ahorro de costes era evidente y el recorte a la calidad del servicio, también.



Fuera nos esperaba un día soleado, un sol sonriente, uno de esos días que te suben la moral a pesar de que tu vida se esté desmoronando. Ya vendría la lluvia en Alaska, los tonos grises, la sensación de invierno adelantado. Había que disfrutar ese honor casi inesperado y nos pusimos en movimiento para aprovechar la mañana antes de embarcarnos. Optamos por la calle Seymour, la que había recorrido Jesús la noche anterior y que a esa hora estaba desierta, en contraste con el ambiente nocturno.

Yaletown era zona eminentemente de ocio. Concentraba muchos restaurantes, bares, locales de música en directo y teatros. Me imaginé a mis amigos Miercoleros del teatro acudiendo cada noche a una obra. O a mis amigos coperos fundiéndose la pasta en los diversos garitos. También era zona de adosados para gente de buen poder adquisitivo. El punto negativo lo ofrecía una rata muerta en medio de la acera.



Más adelante se producía una curiosa combinación de edificios históricos y altas torres de cristal y acero, un urbanismo muy anglosajón que ya nos había llamado la atención la primera mañana. Varios coloridos murales aportaban el toque de arte urbano. Cuanto más nos acercábamos a Waterfront más homeless encontrábamos, algunos durmiendo en la calle plácidamente arropados por los rayos del sol o con la mirada perdida sentados en cualquier lugar de la calle.

En la terminal de cruceros la actividad era frenética. Era la salida de los cruceristas de la semana anterior. En pocas horas quedaría colapsada por la llegada de los entrantes, como nosotros, de los que iniciaban su aventura hacia Alaska. Paseamos por ese entorno y nos sentamos a tomar un café. José Ramón continuaba con molestias en el tobillo, aunque había mejorado con la pomada que le había dejado. Cada vez que la incluía en el botiquín de los viajes alguien la acababa usando y me libraba a mí de ese uso, como si alguien tuviera que sufrir el maleficio para tener protagonismo ese antinflamatorio.

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