Estábamos a los pies del puente
de Luis I. Hacia el interior del río las casas eran más sencillas. Al otro lado,
el Morro. Y pasando al otro lado del puente se desplegaba Ribeira, que recorrimos
la noche anterior y que contemplaríamos desde varias perspectivas. Sus casas de
colores haciendo equilibrios en las cuestas eran cautivadoras. Era,
probablemente, la zona favorita de Saramago, su esencia:
Porto,
ante todo, y para honrar el nombre que lleva, es este largo regazo abierto
hacia el río, pero que solo desde el río se ve, o, por estrechas bocas cerradas
por muretes, puede el viajero inclinarse hacia el aire libre y tener la ilusión
de que todo Porto es Ribeira. La ladera se cubre de casas, las casas dibujan
calles, y, como todo el suelo es granito sobre granito, cree el viajero que
anda recorriendo senderos de montaña. Pero el río llega aquí arriba.
Hicimos ese ejercicio de
apreciación todas las veces que fue necesario para adaptarnos a la magia del
lugar.
Casi era una obligación para el
viajero cruzar a Gaia por el puente de Luis I, no ya por alcanzar el otro
ámbito, la otra ciudad industriosa, sino por haberse convertido en una
atracción más. Aparecía en todas las estampas que identificaban a Oporto. Era
su imagen de marca, como la Torre Eiffel para París o la torre inclinada para Pisa.
Esa imposición se cumplía con gusto, aunque con más gente de la que uno deseara
que, indisciplinada, lo atascaba a tramos regulares con fotos con bicho. Y
pretender hacerlas sin que apareciera nadie era una entelequia. Había que
caminar por él respirando su espíritu, contagiándose del paisaje, que se
prolongaba hacia la desembocadura o hacia los abrigos rocosos que en el
interior ponían orden en el cauce.
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