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Un valle a la sombra de los dioses 37 (Nepal 2011). Cena con Bhupendra.


 

Conocimos a Bhupendra en primavera en una cena en casa de mi tío Luis Alberto. Inmediatamente hubo química entre él, mi tío y yo. Bhupi, como le llamaban cariñosamente, era una persona accesible, simpática, con don de gentes. Era difícil no asumir la amistad con él.

Como buen amigo del tío Luis, su deseo era agasajarnos y por ello nos invitó a cenar, no por compromiso sino como a unos amigos que vienen desde muy lejos. Puntual, nos recogió en el hotel a las 19.30.

En su agencia, Vista Travels, trabajaban 24 personas y un selecto grupo de colaboradores. En ese grupo se incluían su hija y dos sobrinos. Uno de ellos era Sujan. Nos comentó que agosto era mes de españoles. Nos aconsejó regresar a finales de septiembre. La época de los monzones habría terminado y podríamos disfrutar de un fabuloso trekking por la zona de Pokhara. El país ofrecía unos paisajes subyugantes y una oferta turística más amplia que la mera visita del Valle de Kathmandú. Habría que apuntar en nuestras preferencias futuras la visita al pie de los Himalayas, desde donde se controlaba la visión más amplia de la residencia de los dioses.

El lugar elegido para cenar era la antigua residencia de los sacerdotes reales. Ni mi tío ni yo seríamos capaces de situarlo en un plano y, menos, de conducir hasta este restaurante. No hay que preocuparse porque era un lugar bastante popular. Grupos de turistas ocupaban las mesitas bajas tradicionales. Nos sentamos y continuamos charlando.

Unos 500.000 turistas visitaban Nepal cada año. La mayoría eran de los países vecinos, China e India. Los españoles éramos un grupo minoritario, que Bhupendra calculaba en unos 14.000 visitantes. Un 60% de ese colectivo se decantaba por el turismo tradicional, de visita de monumentos. El otro 40% era de aventuras, principalmente de trekking y ascensiones fáciles. Los ochomiles eran otra dimensión. El gobierno nepalí cobraba 25.000 dólares por cada autorización, por persona, para ascender el Everest. El reto de escalarlo se había popularizado en extremo. No había un control sobre la preparación física o el material que debían llevar, con lo que en ocasiones los "domingueros" habían sufrido las consecuencias de un reto que no estaba al alcance de cualquiera. Muchos lo habían pagado con su vida. Por cierto, en Nepal se fabricaba un excelente material de escalada y trekking a un precio muy competitivo.

Brindamos con cerveza Everest y continuamos nuestra conversación. La interrumpimos para deleitarnos con las danzas tradicionales ejecutadas por bailarines ataviados con los trajes típicos, muy vistosos. Las danzas giraban en torno a temas tradicionales, como la recolección, la seducción o la relación con el entorno natural. Bhupi, que era de etnia newari, nos confesó que la modernidad estaba alejando al pueblo de sus tradiciones y que él desconocía una parte de las de los habitantes tradicionales del Valle.

Al finalizar las danzas iniciamos la cena, un menú de degustación que incluía varios platos típicos. Debíamos prepararnos para el picante, aunque había dado instrucciones para que no muriéramos en el intento. Un plato preparado con lentejas y otro con judías, con salsas densas y gustosas, se alternaban con ciervo y cordero. Bhupi probó las guindillas, que le encantaban. Aunque estaba acostumbrado a ellas, el rabioso picante le estimuló en exceso la boca.

Nos comentó que el gobierno había dimitido. La política de Nepal estaba plagada de intrigas y traiciones. Durante 75 años ningún primer ministro murió de muerte natural. Los maoístas gobernaban con el apoyo de los comunistas. En la cámara legislativa se asentaban 31 partidos. Esa atomización hacía ingobernable el país salvo por coalición de varios de los partidos principales en un gobierno de unidad nacional, como el que salió tras la conclusión de la guerra civil y la caída del rey. El rey seguía gozando de bastante popularidad. Habría que abrir un debate sobre la evolución política. Quizá con el rey estaban mejor, a pesar de la escandalosa corrupción.

Nos quedamos solos. Nuestros últimos instantes en el restaurante fueron acompañados por un orujo local muy estimulante.

En el regreso, las calles estaban dormidas. Se preparaban para otra jornada.

 

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