Aquel fue día de tumbas. La tercera del día fue
la de Akbar, el más importante de los emperadores mogoles. Eligió Sikandra, a
unos
Salud, lugar bendecido,
más afortunado que los
jardines del paraíso,
salud, selectos
edificios, más altos que el trono divino.
Un paraíso, cuyo jardín
tiene miles de rizwan para los
sirvientes
un jardín que tiene mil
paraísos para su tierra.
La pluma del anunciador
del mandamiento de Dios ha escrito en su patio:
Estos son los jardines
del Edén. Entra y vive eternamente.
El jardín era tan inmenso que lo habitaba una pequeña manada de antílopes. Uno de ellos abandonó el césped, subió a las piedras rojas y nos siguió con calma, con una insistencia que nos obligaba a intentar ahuyentarlo, lo que provocó cierta hilaridad en los indios que nos observaban. Los largos cuernos del animal daban un poco de miedo y su decisión, mucho más. Uno de los observadores se interpuso en su camino y le obligó a regresar al césped.
La tumba había que observarla desde cierta distancia. Así podía admirarse la combinación de los diferentes cuerpos que recordaban a las estructuras palaciegas de Fatehpur Sikri. El primero era una arcada a modo de plinto. En el centro, un alto arco encuadrado con todo lujo de decoración.
El segundo cuerpo eran tres pisos coronados en los extremos por chattris de cúpulas blancas, el inferior más amplio. El tercer cuerpo era blanco y albergaba el cenotafio a cielo abierto. Quizá en los planes iniciales se preveía cubrirlo con una cúpula, habitual en las tumbas musulmanas. No pudimos subir a los niveles superiores.
-Se ha discutido mucho sobre la permanencia de Akbar en la ortodoxia islámica- comentó mi tío ante la visión de la tumba. -Fue acusado de apostasía y de abrazar el hinduismo. Su credo, el Din Ilahi, la Fe Divina, no era una religión en el sentido tradicional o convencional del término. Era una fraternidad de contenido socio-político.
Algo había leído sobre ello. Parece deducirse que fue la culminación de su estudio de las religiones y un elemento para la convergencia y concordia de sus súbditos que no implicaba renunciar a su propia fe. Pero detrás estaba el temor de las jerarquías religiosas por perder sus privilegios. Ni su peregrinzación a la tumba de Khwaja Muinuddin Chisti ni otros signos hacia los musulmanes acallaron el movimiento contra aquella doctrina destinada sólo a algunos elegidos: “las palabras de los reyes parecen perlas. No son pendientes adecuados para cualquier oreja”, decía el emperador.
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