Inicialmente, nuestros planes pasaban por acudir al templo de Hanuman para el atardecer y, posteriormente, dar un paseo por el bazar y completar nuestras compras. Quedaron frustrados por las inundaciones. El ajetreo de las callejuelas del bazar o los monos campando a sus anchas en aquel templo que me había descrito mi tío como aperitivo de nuestra incursión al finalizar el día serán un incentivo más para regresar a la ciudad en el futuro.
Para hacer tiempo dimos un paseo por las tiendas del hotel. Eran de bastante calidad y, además, los dueños hablaban español. Con la parsimonia típica de oriente, entramos en una de ellas y echamos un vistazo a las pashminas. Fuimos eligiendo colores y texturas. Sin agobiar, el vendedor nos fue aconsejando, tanteamos precios, regateamos y cerramos la transacción con un apretón de manos. Cuando salimos, el de la tienda de figuras bromeó con nosotros y nos invitó a entrar para recibir su parte de botín.
Nos refugiamos en uno de los bares del hotel, Kasbah, de decoración oriental y una terraza que daba a la calle. Pedimos dos cervezas y charlamos con el ruido del tráfico como un murmullo de fondo. En la ciudad se hacía de noche y se iluminaban las calles tímidamente.
Mi tío propuso ir al antiguo palacio de Rambagh, reconvertido en un hotel de lujo, para cenar. Fue la residencia privada del último maharajá que ejerció como tal en Jaipur, Man Singh II, y de su esposa, Gayatri Devi, a los que habíamos evocado al visitar el palacio de la ciudad. Aunque había mejorado la noche no había garantías de que no nos encontráramos el trayecto anegado, por lo que desistimos.
Cenamos ligeramente en el hotel. Esta vez había mucha menos gente. Los lugareños habían regresado a sus ciudades de origen tras el puente y la calma del salón era un poco aburrida. Los camareros estaban menos torpes.
Tomamos una última copa en el mismo bar de la tarde. Aún había muchas cosas de las que hablar. Era el mayor atractivo de la noche.
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