Florencia es propicia a las joyas
escondidas. Desgraciadamente, en algunos casos, ignoradas.
Cada vez que nos internamos
hacia el centro rodeamos las tapias del convento de Santa Apolonia, un muro
hermético que puede no decir nada. Los objetivos de la jornada o la ansiedad
por refugiarse en el hotel nos hacen ignorarlo. No figura entre los grandes e
imprescindibles tesoros y con la abundancia de estos uno puede pasar a segundo
plano.
Si te tomas la molestia de
buscar la puerta, nada llamativa, encuentras una pequeña placa que informa de
los horarios, sólo para entusiastas. Lo único que puede que te llame algo más
la atención es la conversión en auditorio de una parte del recinto religioso.
Esa curiosidad extrema te
mostrará la Última Cena de Andrea del Castagno, uno de los principales
exponentes de la primera generación del Quatrocento florentino. Entre otros
grandes primeros espadas puede quedar eclipsado. Si tienes paciencia obtendrás
el regalo de ese motivo clásico para los cenacolos
(refectorios). También una crucifixión y la serie de hombres y mujeres
ilustres.
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