El hotel era un antiguo caserón
de pueblo que había sido reconvertido en un establecimiento coqueto y acogedor,
de cinco habitaciones. La gerente, que se parecía muchísimo a nuestra amiga
Inés, era simpática y dicharachera y nos puso al corriente de algunas anécdotas
graciosas.
En nuestro peregrinar la siesta
era sagrada. Como también lo eran los estiramientos, la relajación y la
activación de la musculatura. Para ello, me había traído un rulo con estrías (foam roller) que me permitía masajear
las piernas y las caderas para devolverlas a la vida. En mi caso, era esencial
ya que el cansancio acumulado me hubiera impedido terminar el Camino sin esta
disciplina. Era como llevar mi propio masajista o fisio para recuperar para el
día siguiente. Lo completaba con una pelota del tamaño de una pelota de tenis,
aunque con una dureza similar a las de hockey. La utilizaba para las plantas de
los pies, el pecho o cualquier otra zona del cuerpo que estuviera cargada.
Jose aprovechó para seguir hablando
con la de recepción. Él se cansaba mucho menos que yo.
Las tardes las dedicábamos a un
moderado turismo en el lugar de hospedaje. Pontedeume era una población hermosa
y animada, una de las joyas a visitar. La mañana nos había permitido contemplar
algunos lugares. Ahora los redescubriríamos con un ambiente diferente.
Tenía éxito la villa. Todas las
terrazas estaban llenas. Sin embargo, las callejuelas estaban solitarias, lo
que acrecentaba su melancolía. Elegimos la plaza donde estaba el palacio del obispo
Rajoy, que era natural de Pontedeume. Te sonará por el palacio de la plaza del
Obradoiro de Santiago que es la sede del ayuntamiento y de la presidencia de la
Xunta de Galicia. La terraza estaba llena de gente bien. Nos entretuvimos con
el discurrir de las personas.
Para la cena tuvimos el mismo
problema que para la comida y acabamos en el bar contiguo al Compostela. Rematamos con un helado y un
paseo. Las calles se vaciaron pronto.
No sufrimos tanto en el nuevo
ascenso.
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