Cabanas estaba situada en la
parte norte de la ría de Ares o en la margen derecha de la desembocadura del
río Eume. Era una población vacacional de casas vistosas para gentes pudientes,
un lugar excelente para refugiarse en el estío. Carecía de la monumentalidad de
su vecino y quizá de su historia, pero se había quedado con una de las escasas
playas a las que daba acceso el Camino Inglés: la de la Magdalena.
Nos acercamos a su oficina de
turismo. Era pronto para comer, así que disponíamos de tiempo para relajarnos y
disfrutar de Cabanas y Pontedeume. La joven que atendía la oficina nos selló la
cartilla de peregrinos y nos dio unos valiosos consejos para llevarnos un buen
recuerdo. Nos insistió en visitar Fraguas del Eume, uno de los escasos
vestigios de bosque atlántico que quedaban. Implicaba tomar un taxi y una
pequeña caminata. También sacrificar la siesta u otras visitas más urbanas.
Quedará para otra ocasión.
Nos gustó la opción de la playa.
Nos asomamos al puente con la villa al fondo, una hermosa estampa. La montaña
le guardaba las espaldas. Caminamos paralelos a la ría y alcanzamos la
Magdalena, ancha y casi desierta. El mar estaba en calma. Tras un breve paseo
por un bosque de pinos, que los vecinos se empeñaban en salvar, nos instalamos
en un chiringuito, nos libramos de las mochilas y nos tomamos una reconfortante
cerveza mirando al mar y observando las actividades de la gente.
El sol del estilo era
melancólico, como recordara Rosalía de Castro en uno de sus poemas, y no
animaba mucho al baño. Comentamos que el agua debía estar helada, mucho más
para personas como nosotros acostumbradas al Mediterráneo. Había un par de
valientes nadando y varias personas caminando por la arena. La escena era de
infinita tranquilidad, muy apropiada para serenar los ánimos en tiempos de
pandemia. Quizá por ello pedimos una segunda ronda de Estrella de Galicia.
Había que reponer líquidos.
Disfrutamos aquel ambiente sin
apreturas, sin calores agobiantes, con un ritmo pausado e indolente. No hubiera
estado mal quedarse en alguna de aquellas casas rodeadas de bosque. Pero
nosotros éramos nómadas y aún nos seducía el movimiento.
Cruzamos el puente y recuperamos
el espíritu peregrino. Durante siglos nuestros predecesores habían dejado su
huella en aquella obra de ingeniería. Algo indecisos al principio sobre qué
hacer, nos acercamos a la torre de los Andrade, un buen consejo de Juan, con su
oficina de turismo. Allí orientarían nuestros pasos en aquella tarde.
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