Tomamos la carretera 36 y
rodeamos la parte nororiental del lago, continuamos por la 365 a Laugarvatn y
la 37 hacia el este. Conducíamos a una calculada velocidad lenta para
empaparnos del paisaje. Los tonos ocres nos hacían pensar que a finales de
agosto ya había llegado el otoño a Islandia.
El gran atractivo de Islandia es
que es capaz de ofrecer al visitante paisajes muy variados en un espacio
relativamente reducido pasando de un lugar idílico a otro que recuerda al
infierno. En la región termal de Haukadalur saltabas a este último ámbito, otro
de los grandes objetos de deseo del Círculo Dorado: Geysir. Aparcamos cerca del
hotel y el restaurante, cruzamos la carretera y contemplamos la montaña, el
bosque y, especialmente el terreno más cercano. Parecía como si acabaran de
quemar rastrojos. Realmente eran las fumarolas que se elevaban desde las
charcas humeantes. Allí afloraban las aguas termales.
La zona estaba encuadrada en una
antigua finca y señorío. En el siglo XI Teitur Isleifsson, fundador del clan de
Haukadalur, que daba nombre a la hacienda, estableció una escuela que contó con
importantes alumnos, como Ari el Sabio, el primer historiador de Islandia. Con
el tiempo, la finca sufrió la erosión y quedó abandonada, hasta que en 1938
Kristian Kirk la compró e inició un proceso de reforestación que continuó el
Servicio Forestal de Islandia a su muerte. El resultado se apreciaba en las
lomas de las montañas.
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