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Sicilia: Sueños de una isla invadida 61. Agrigento II.



Con esos recuerdos en el corazón nos lanzamos temprano a disfrutar del arte dórico de la ciudad antigua. Temprano, porque el calor inflamaba la mañana, casi la incendiaba. Desayunamos junto a la piscina -como señores- cargamos las maletas, nos desplazamos al aparcamiento del parque arqueológico y nos arrojamos a empaparnos de arte e historia. Desde la entrada contemplamos la ciudad y la zona intermedia de almendros y matorral que separaba ambos ámbitos. Cuando florecen los almendros es un espectáculo increíble. Un consejo para quienes hagan la visita en verano: no olvidar el protector solar ni la gorra.
El primer templo con el que nos encontramos fue el de Juno o Hera Lacinia, diosa protectora del amor. Conservaba casi todas las treinta y cuatro columnas (faltaban cuatro). A este templo acudían Las esposas de los maridos infieles, según leí en el libro sobre el parque arqueológico. Hera, la esposa de Zeus-Júpiter, se mostraba comprensiva al ser también ella víctima de los mismos problemas.


También acudían los jóvenes para consagrar su amor antes de los esponsales. Para la ocasión, la novia vestía una túnica sin mangas que le llegaba hasta los pies. En torno a la cintura se ajustaba un cinturón. Al finalizar el sacrificio se unían las manos de los desposados y se prometían vivir juntos felizmente. Cuando la esposa quedaba en cinta y el cinturón estaba demasiado tenso por la preñez se acudía a la diosa para ofrecerle el cinturón en acción de gracias en una ceremonia ante los amigos del matrimonio.
Las recién casadas visitaban el templo para ofrecer un cordero en sacrificio. Antes, para probar si el momento era propicio, echaban agua fría al animal y si reaccionaba se posponía el mismo.

Visitar una ciudad griega es relacionarse con un mundo de creencias entre lo religioso y lo mitológico, acercarse a sus dioses y a cada uno de los matices que divinizaban a unos seres muy cercanos a la naturaleza humana. Quizá por ello eran más cercanos y podían ser mejor asimilados. El amor, la riqueza, la guerra o cualquier otro rasgo se personificaban en ellos.

Continuamos nuestra visita y comentamos que estos espacios, a pesar de su grado de conservación que impedía en muchos casos hacerse una idea demasiado cabal, eran espacios de armonía, de civilización, de un tiempo en que la sofisticación se traducía en arquitectura. Eran singulares y divinos museos de arquitectura, que diría Guy de Maupassant, una tierra indispensable de ver.

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