Con esos recuerdos en el corazón
nos lanzamos temprano a disfrutar del arte dórico de la ciudad antigua. Temprano,
porque el calor inflamaba la mañana, casi la incendiaba. Desayunamos junto a la
piscina -como señores- cargamos las maletas, nos desplazamos al aparcamiento
del parque arqueológico y nos arrojamos a empaparnos de arte e historia. Desde
la entrada contemplamos la ciudad y la zona intermedia de almendros y matorral
que separaba ambos ámbitos. Cuando florecen los almendros es un espectáculo
increíble. Un consejo para quienes hagan la visita en verano: no olvidar el
protector solar ni la gorra.
El primer templo con el que nos
encontramos fue el de Juno o Hera Lacinia, diosa protectora del amor.
Conservaba casi todas las treinta y cuatro columnas (faltaban cuatro). A este
templo acudían Las esposas de los maridos infieles, según leí en el libro sobre
el parque arqueológico. Hera, la esposa de Zeus-Júpiter, se mostraba
comprensiva al ser también ella víctima de los mismos problemas.
También acudían los jóvenes para
consagrar su amor antes de los esponsales. Para la ocasión, la novia vestía una
túnica sin mangas que le llegaba hasta los pies. En torno a la cintura se
ajustaba un cinturón. Al finalizar el sacrificio se unían las manos de
los desposados y se prometían vivir juntos felizmente. Cuando la esposa quedaba
en cinta y el cinturón estaba demasiado tenso por la preñez se acudía a la
diosa para ofrecerle el cinturón en acción de gracias en una ceremonia ante los
amigos del matrimonio.
Las
recién casadas visitaban el templo para ofrecer un cordero en sacrificio.
Antes, para probar si el momento era propicio, echaban agua fría al animal y si
reaccionaba se posponía el mismo.
Visitar una ciudad griega es
relacionarse con un mundo de creencias entre lo religioso y lo mitológico,
acercarse a sus dioses y a cada uno de los matices que divinizaban a unos seres
muy cercanos a la naturaleza humana. Quizá por ello eran más cercanos y podían
ser mejor asimilados. El amor, la riqueza, la guerra o cualquier otro rasgo se
personificaban en ellos.
Continuamos nuestra visita y
comentamos que estos espacios, a pesar de su grado de conservación que impedía
en muchos casos hacerse una idea demasiado cabal, eran espacios de armonía, de
civilización, de un tiempo en que la sofisticación se traducía en arquitectura.
Eran singulares y divinos museos de arquitectura, que diría Guy de Maupassant,
una tierra indispensable de ver.
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