La Akragas griega fue uno de los
mejores ejemplos de colonia que destacó al mismo nivel o incluso superior al de
las polis de Grecia. Fundada en el año 581 a. C. por colonos de Rodas, Creta y
la cercana Gela, su emplazamiento en la confluencia de los ríos San Biagio y
Drago, y la cercanía de Cartago, la convirtió en una ciudad próspera. Píndaro
alabó su riqueza. Sus fundadores, Aristinoo y Pistilo, según la tradición,
acertaron plenamente en la elección del lugar.
Su máximo esplendor lo alcanzó
en el siglo V a.C., la época de Empédocles, filósofo, médico y político que
nació en la ciudad y vivió bajo el dominio del tirano Terón (488-472). La
democracia se fue disolviendo paulatinamente con sucesivos tiranos que, a pesar
de tal nombre, mantuvieron la riqueza de la ciudad. Vencieron a los
cartagineses en la batalla de Himera, en el 480 a.C, y su decadencia quedó
marcada tras la destrucción a manos de ese mismo pueblo en el 406 a.C. Los
romanos, desde el 210 a.C., relanzaron su riqueza.
La ciudad nos acogió con la
suavidad de la luz de las postrimerías de la tarde, cuando la temperatura no se
abalanza con agresividad sobre el cuerpo y las sombras se alargan hasta el
horizonte.
El hotel estaba en una zona
intermedia entre las ruinas griegas y la ciudad moderna y medieval,
probablemente en la misma del hotel de 1996. La ciudad moderna que asomaba en
un nivel superior, algo alejada, atraía poco. Recuerdo que nos comentaron que
había sufrido los efectos de la especulación urbanística impulsada por la Mafia.
A esta organización le daba igual que se machacara el pasado y que devoraran el
patrimonio cultural si con ello engrandecían sus arcas. La administración se
había puesto de perfil y había permitido ese atentado.
En aquella anterior ocasión, esa
parte de la ciudad simplemente fue una imagen alejada tan antiestética como
ajena a nosotros. Sin embargo, en la segunda visita, nos acercamos Carlos y yo
a saciar nuestra curiosidad. Nos aconsejaron un restaurante del que no he
guardado referencias. Estaba en la zona medieval. Aparcamos sin demasiados problemas
al no haber mucha gente en la ciudad, caminamos por una calle amplia, para lo
habitual en un casco antiguo, a la que desembocaban callejones en cuesta con
cierto atractivo. Mantengo un buen recuerdo de aquel paseo por un ámbito
levemente iluminado. No alcanzamos la catedral que, por supuesto, estaría
cerrada (su visita es aconsejable, según mis lecturas), el conjunto era
agradable y parecía haberse confabulado para evitarnos la visión de los
horrendos bloques-colmenas. Nos cruzamos con poca gente, con unos caravinieri y poco más. La noche cálida,
dulcificada por una suave brisa, no animaba a regresar, aunque estábamos muy
cansados.
En 1996, mi estancia coincidió
con la noche del 14 agosto, víspera de la virgen. Esa noche hubo una gran
fiesta. La gente se desplazaba hasta la playa, a pocos kilómetros, y organizaba
un jolgorio glorioso, que nosotros no protagonizamos. Di un paseo con mis
amigas, regresamos al hotel y conversamos en plan gran grupo en torno a la
piscina. A medianoche, hubo fuegos artificiales.
Carlos y yo regresamos al hotel
y tomamos una copa en la piscina donde varias familias al completo se
entregaban al baile. Fue una estampa simpática. Todo aquella noche parecía
orientado a hacernos felices. Antes, le había propuesto enfrentarnos a la
grandiosidad del pasado en una visita nocturna del Valle de los Templos. Los
principales estaban iluminados produciendo un fuerte contraste con la noche, lo
que enaltecía aquellas columnas orgullosas. Lo había vivido en mi visita
anterior. En el autobús resonaba la música de Carmina Burana, de Carl Orff, una
estupenda exaltación mítica. El deseo de pasear entre las ruinas acompañados de
la luna y las estrellas no pudo cumplirse. Tampoco dispusimos de música
heroica. Preferimos guardar silencio y deleitarnos con las imágenes. Por
supuesto, aconsejo esta experiencia.
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