La fuente de la plaza representaba
a Orión, a quien se le atribuía la fundación mítica de la ciudad. Su artífice
fue Giovanni Angelo Montorsoli, el mismo de la fuente de Neptuno que estaba en
el puerto. Acompañaban al fundador las representaciones alegóricas de los ríos
Tíber, Ebro, Nilo y Camaro, el río local. Se erigió con motivo de la llegada
del agua a la ciudad por medio de un acueducto.
Nos trasladamos hasta la iglesia
de los Catalanes, que debía su nombre a haber acogido en su tiempo a una
cofradía de mercaderes de esta región española. Lo más vistoso era su ábside
árabe-normando con unos elegantes arquillos que recordaban a los de Monreale.
El interior, que pisaba por primera vez, era sencillo y resaltaban los arcos en
color rojo y blanco, alternativamente, como en la mezquita de Córdoba.
Dimos un paseo, admiramos los
elegantes caserones y desembocamos en el puerto para contemplar las dos
orillas. La distancia era tan pequeña, unas dos millas, que en el libro de
Houël su compañero y amigo Andrea Gallo le comentó que era posible escuchar a
los gallos de Calabria cuando el viento venía del mar. El trajín de barcos era
continuo.
En la Piazza de L’Unita d’
Italia destacaba la fuente de Neptuno, la otra joya de Montorsoli. La divinidad
acuática aplacaba las aguas enfurecidas del estrecho exhibiendo su tridente
sobre una carroza tirada por cuatro caballos. Le acompañaban dos ninfas, una
monstruosa y de rostro atormentado, otra serena y enamorante. El bien y el mal,
las buenas o malas corrientes.
Esta vez nos marchamos con la
impresión de que habíamos dedicado a Mesina un tiempo adecuado.
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