La ruta nos condujo por el sur
del lago en dirección oeste. El Issyk-Kul permanecía a la derecha y los campos
verdes, el ganado pastando y las montañas de crestas nevadas, a nuestra
izquierda. Regularmente, el lago trazaba pequeñas playas y calas que rompían la
monotonía de su contorno. Más de uno se quedó dormido en una especie de éxtasis
beatífico para reponer fuerzas.
Me había sentado con Ana la de
Sestao y charlábamos animadamente. Ello no nos impedía ver el paisaje teñido
del gris amenazante de las nubes de lluvia. Esta zona del lago no abundaba en
presencia humana. Tras algo más de una hora tomamos un desvío hacia las
montañas.
El camino seguía el arenal
formado por una rambla. La tierra fue adquiriendo un tono rojizo. Las paredes
parecían condenadas a disolverse.
El vehículo aparcó junto a la
rústica taquilla. Era la primera vez que encontrábamos una barrera, eso sí,
levantada y sin intención de cortar el paso. Iniciamos la marcha por ese cauce
amplio y seco. Abundaban los arbustos con hermosas flores de colores morados,
amarillos y rojos. Los perfiles eran cada vez más caprichosos y también más
interesantes. La arena compactada se alternaba con estratos petrificados,
primitivos, primarios, singulares. El ascenso era muy leve. El avance aumentaba
nuestra ansiedad.
Skazka significaba cuento de
hadas. El cañón recibía ese nombre porque el color de las montañas se
transformaba con la lluvia, fenómeno que vivimos en el lugar y del que podemos
dar fe. Donde la vegetación no había tomado posesión del terreno, la erosión lo
había desgarrado originando unas formaciones caprichosas y misteriosas. Me
recordó a las Bárdenas Reales, en Navarra, la Capadocia, en Turquía, o Bryce
Canyon, en Utah. El origen de estos fenómenos era el mismo.
Los primeros ejemplos se ofrecían
en el camino. Era un simple aperitivo de los más espectaculares que aparecían
al avanzar hacia las montañas de tonos hoscos y elevados hombros. Desde un
punto elevado y despejado observamos la grandeza del lago.
La alternancia de las nubes
densas y los esporádicos claros se manifestó sobre las tierras rojizas,
amarillas, naranjas y ocres. Los colores parecían ser mezclados por un
ilustrador mágico. Las cárcavas y barrancas trepaban por la montaña,
descansaban formando lomos estriados con sus cuerpos, se agrietaban, formaban
cavidades como agujeros de un gran queso de gruyere.
Los visitantes habían trazado
sendas y rutas que llevaban a los lugares más hermosos. A veces, había que
subir por zonas inestables, aunque los más atrevidos no se amilanaban. Los
miradores eran continuos y la dificultad principal era buscar un único
objetivo.
En un tramo predominaban los
tonos anaranjados con ligeras vetas horizontales. En otro, las estructuras que
recordaban a dragones dormidos o a soberanos entronizados en lo más alto. Sus
mantos se derramaban y se perdían entre las rocas.
El lugar podría ser un homenaje
a la desolación. Pero esa opinión quedaba descartada al observar a otra pareja
de novios que habían elegido el lugar para sus fotos nupciales. O por los niños
correteando o los visitantes haciendo cumbre.
Viento y agua habían sido los
agentes inexorables que habían cincelado paredes y montículos.
La idea inicial de subir hasta
un punto alto la abandonamos ya que la lluvia había dejado el terreno
resbaladizo y pudiera ser peligroso. Edil nos condujo entre las curiosas
figuras: unas manos entrelazadas, un lagarto en posición de alerta, una
estratificación rasgada.
Observamos a algunas personas
con serios problemas para bajar de los lugares más extraños. Ninguno llevaba el
calzado adecuado y nos preguntamos por dónde habrían subido.
Sonaron los primeros truenos,
lejanos. Los rayos se adivinaban en lontananza. Nos resistimos a abandonar la
exploración. El premio fue la mutación anunciada, aunque también se podía
convertir en una trampa. Luisa y Jordi se aventuraron un poco más y Edil les
esperó. Escuchamos una detonación más fuerte, más violenta, más evidente.
Cayeron las primeras gotas. Aún nos resistimos a sacar los impermeables.
Pintaba mal.
La amenaza se cumplió y se
materializó en una lluvia sin demasiada mala leche. Apretamos el paso con el
temor de una tormenta inmensa que impidiera el avance. El regreso fue casi a la
carrera, sin posibilidad de seguir degustando el paisaje. En el interior del
autobús todos nos reímos y contamos nuestras pequeñas anécdotas.
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