Cuando el primer rayo de
sol
despuntó por el pico del
monte,
el universo, una vez más,
trocó rubíes en alburas.
Del Shahnameh, o Libro de los
Reyes, de Firdusi.
Cuando sonó el despertador del
móvil el sol ya llevaba mucho tiempo coqueteando con la ventana de mi
habitación. No había logrado acostumbrarme al aire acondicionado en toda la
noche, con lo que había alternado un frío casi intenso, que me obligó a taparme
con la sábana y la colcha, rachas de calor y sudor, cuando lo apagaba, y
momentos de mala leche cuando no lograba ligar el sueño. Di la bienvenida a las
alburas del sol que despuntaba, salí de la cama, me di una ducha y me fui a
desayunar.
El salón estaba animado. Todos
mis compañeros estaban en el mismo, salvo Fernando, que solía apurar bastante. Me
senté con los murcianos, Iluminada y Javier, y di buena cuenta del desayuno,
una tostada con fiambre (de vacuno), fruta y un par de pequeños dulces
deliciosos.
Iluminada nos trasmitía su
entusiasmo:
-¿Te das cuenta de que estamos
en Samarcanda, en la mítica Samarcanda?
No sé si fueron sus palabras o
la segunda taza de café con leche lo que hizo que me despertará de golpe y fuera
consciente de que estaba en un lugar muy especial. A veces, los viajeros,
turistas o visitantes, que cualquiera se califique como quiera, estamos tan
pendientes de la siguiente visita que no paladeamos nuestra suerte. Me hizo
reflexionar mientras devoraba el segundo dulce recubierto de miel.
El desayuno suele ser el primer
acto social y el primero que nos permite intercambiar impresiones. Mi amiga me
había provocado un cambio: de fardo recién levantado a viajero que se empapa
experiencias. Después de lavarme los dientes salí a la calle para disfrutar de
la mañana. Aún no hacía calor, la sombra de los árboles tamizaba la luz y la
compañía de Iluminada y Javier me llenaba de alegría. El día tenía que empezar
estupendamente. Alegre la mañana y hermoso el día, decía una zarzuela bastante
conocida.
A mi regreso a España, una tarde
en la casa de la playa con mi hermana y mi cuñado, procedimos a cumplir con el
ritual de ver las fotos del viaje. Por supuesto, una selección, porque en otro
caso corres el peligro de que la familia te odie por pesado. Después de una
primera tanda, mi cuñado comentó que los monumentos la recordaban a la
arquitectura del norte de la India. No le faltaba razón porque las grandes
obras mogolas estaban inspiradas en la arquitectura de Asia central. Babur, el
soberano que inició la dinastía, era descendiente de Tamerlán. Conquistó
Samarcanda, aunque la retuvo poco tiempo, se instaló en Kabul y arrebató Delhi y
otros territorios a los Lodi. Cuando los portugueses abrieron la ruta hacia
oriente circunnavegado África y se multiplicó el comercio con la India, esa
riqueza se canalizó a nuevas construcciones que siguieron los dictados del
estilo timúrida.
Caminamos un par de minutos
hasta Gur-e-Amir (o Gur Amir), la tumba de Tamerlán y sus descendientes. Y, efectivamente,
me recordó a aquella arquitectura del norte de la India. Dos elementos la
traían a mi mente: la entrada monumental o pishtak,
y la cúpula bulbosa que coronaba el edificio principal. Eran dos elementos
grandiosos. Dignos de un gran señor.
Lo primero que encontraba el
visitante al acercarse al mausoleo era el pishtak
o pórtico monumental, un arco o iwan
en donde se desbocaba la decoración a base de azulejos que alternaban motivos
geométricos, vegetales y de escritura cúfica. En la parte superior, la
decoración de mucarnas o estalactitas. Todo ello enmarcado para formar un
soberano rectángulo que sobresalía por encima del resto de las construcciones
circundantes. Y flanqueado por dos alminares largos y estrechos como columnas o
como soldados gigantes que montaran guardia de forma serena. En ocasiones tuve
la impresión de que hubiera sido construido de forma independiente, casi exenta
del conjunto, aunque un muro lo unía al resto. Para nosotros, además, era un
paraíso de sombra que nos protegía del sol.
El lugar que ocupaba el mausoleo
había sido utilizado como madrasa y como khanaka
(o khanaq), un lugar donde se
reunían las hermandades sufíes, los místicos musulmanes, cuyos viajeros habían
extendido la fe islámica por las tierras de Asia central. Los estudiantes e
iniciados se hospedaban en estos lugares de paz, casas de meditación o de
ejercicios espirituales, posadas sagradas. Aún quedaban algunos restos y un
pozo. Aquel centro educativo y espiritual fue construido por el sultán
Muhammad, el designado como heredero de Tamerlán. Desgraciadamente, murió a los
27 años y el dolor del abuelo fue tan inmenso como las dimensiones de la tumba.
En 1403 se inició este homenaje a su nieto.
Poco después, falleció Tamerlán,
en 1405. Éste había construido un mausoleo en su ciudad natal, Shakhrisabz,
donde quería reposar junto a su padre. Pero el traslado se complicó y su cuerpo
fue llevado a Samarcanda, donde yacería de forma permanente. Otro de sus
nietos, Ulug Beg, fue el responsable de la conclusión de las obras. Así se
convirtió en el panteón de la dinastía.
Pasamos al patio, hermoso y
tranquilo. Un nuevo arco monumental aportaba espectacularidad. Encima de él
sobresalía la cúpula bulbosa en color turquesa, el segundo elemento que
otorgaba una fuerte personalidad al conjunto. Nuevamente el recuerdo de la India,
del Taj Mahal, de la tumba de Humayún.
Valejon nos situó ante un mapa
donde se registraban las conquistas del gran señor. Alcanzaban, por el norte,
la actual Rusia, la India hacia el sur, y Turquía hacia occidente. Aquellas
campañas le habían enfrentado con otros imperios, como el de los otomanos, a
los que había derrotado en la batalla de Ankara de julio de 1402 a la que
asistieron los enviados de Enrique de Castilla. En algunas campañas no tuvo
resistencia. En otras, ésta fue el preámbulo de la destrucción. Como parte del
botín fue incorporando a su reino a los mejores artesanos, artistas y sabios de
su época y los condujo a Samarcanda.
El conjunto lucía rejuvenecido y
con un aspecto imponente. La restauración había sido masiva, algo que criticaba
la guía que había leído. Había comprobado su estado lamentable en el Álbum de Turketán, en la década de 1870.
Posiblemente en la restauración se basaron en los diseños que aparecían
fotografiados por los rusos, que fueron muy cuidadosos en reflejar no sólo las
estructuras sino las decoraciones. Ese legado permitía una reconstrucción
fidedigna.
Pues la rama de la
existencia de la raíz de tu suerte ha brotado,
pues la vida es ligera
vestidura para tus miembros,
en la tienda del cuerpo
que es donde te cobijas
cuida no te apoyes, que
los cuatro clavos están sueltos.
Nuevamente un rubai de Omar Jayyam venía a mi mente
mientras observaba las tumbas en la inmensa sala dorada con la luz atenuada.
Allí estaba Tamerlán, sus nietos Muhammad y Ulug Beg, sus hijos Shah Rukh y
Miran Shah o sus jefes espirituales, Sayyid Baraka y Sayyid Umar.
Cuentan que el soberano persa
Nadir Shah, en 1740, cuando conquistó la ciudad, decidió llevar a su palacio el
sarcófago de Tamerlán, al que admiraba profundamente. Mientras se realizaba el
traslado se partió en dos, lo que fue considerado de mal agüero e impidió que
fuera parte del botín de guerra. Qué parte correspondía a la leyenda en ese
pasaje nunca lo sabremos. Valejon comentó que la fractura era demasiado recta y
que quizá lo que hicieron fue dividirlo en dos partes para facilitar el
transporte.
Las leyendas acompañaban a la
tumba, como la maldición que giraba en torno a quienes abrieron la misma en
1941. El 20 de junio de ese año, el equipo del arqueólogo soviético Mijail
Guerásimov (según leí en www.labrujulaverde.com) abrió
la tumba y se enfrentó al maleficio: dos días después las tropas de Hitler
iniciaban la Operación Barbarroja e invadían la Unión Soviética sin previa
declaración de guerra. En febrero de 1943, el cuerpo de Tamerlán volvió a ser
enterrado y al día siguiente el mariscal Von Paulus se rendía en Stalingrado.
En el interior del sepulcro se recogía una enigmática cita: “Cuando resucite de
entre los muertos, el mundo temblará y quien perturbe mi tumba desatará un invasor
más terrible que yo”.
La embajada de Clavijo visitó el
mausoleo el 30 de octubre de 1404 con motivo de “le hacer fiesta como vigilia”.
Nos describe el lugar brevemente: “… y la capilla era cuadrada y muy alta, y en
ella había así dentro como de fuera hechas muchas pinturas de oro y de azul, y
de labor de azulejos y yesería”. Al parecer, Tamerlán juzgó que el diseño
realizado por el concejo era demasiado bajo, por lo que mandó derribarlo y que
se volviera a ejecutar con mayor altura y en el irrealizable plazo de 10 días,
plazo que fue cumplido. Tamerlán acudió en silla de andas porque ya no podía
cabalgar. Poco después falleció.
La luz era tenue y el lugar era
una mezcla de grandiosidad y espiritualidad. A cinco metros bajo tierra
reposaba el gran señor y su familia en una tumba mucho más sencilla. Brillaba
la decoración dorada. Los motivos geométricos aportaban un carácter hipnótico, como
soles que desplegaran sus rayos o estrellas que hubieran bajado del cielo.
Había un silencio relativo. Fuí cambiando de lugar y mi contemplación fue de un
espacio equilibrado. Algo fluía en mí.
No sé cuánto tiempo estuve
dentro. Al salir al exterior noté el daño que el sol causaba en mi vista. Los
muros de ladrillo reflejaban la intensa luz. La parte trasera había sido
escasamente rehabilitada. Me gustaba ese contraste entre el pasado desnudo y la
reforma presente.
La cúpula y el tambor eran
impresionantes. Me coloqué al lado de un muro, a los pies, y elevé la vista
para comprobar mi pequeñez. El muro llevaba el nombre de Alá y de Mahoma en una
composición de tonos azules.
Bajamos a la tienda y nos
mostraron los rostros de Tamerlán conforme a la reconstrucción de Guerásimov.
Imponía. Desde luego, era un ser temible. Observamos las joyas, las pinturas y
los recuerdos.
En la parte trasera estaba el
mausoleo de Aksaray, de tamaño y decoración mucho más modestos.
Nos infiltramos por la ciudad
vieja hasta una casa que hacía funciones de correos y de tienda. Compré unas
monedas que ya no estaban en circulación. El barrio no tenía demasiado
atractivo.
Nota: las fotografías antiguas en color sepia pertenecen al Album de Turkestán, y en concreto, al ejemplar de la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos (División de fotografías), a quien doy gracias por la disponibilidad. Las referencias son: LC-DIG-ppmsca-09947-00282, 285, 290 y 296.
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