La siguiente parada fue en los
jardines de Augusto, tan hermosos por sus árboles y plantas como por las vistas
sobre el lado sur de la isla, desde los Faraglioni
hasta Punta di Muro y Punta Venturoso. A nuestros pies, Marina Piccola y el
Escollo de las Sirenas. Los acantilados eran impresionantes.
La senda que bajaba en zigzag
hacia la pequeña playa era la via
Krupp, mandada construir por el magnate del acero, tan aficionado a las
reuniones sociales con los lugareños que acababan en orgías. Aquello le dio
mala fama y su prestigio cayó en picado, tanto como los muros de la montaña.
Acabó suicidándose. Lenin fue un asiduo caminante de la misma cuando se
desplazó a Capri para visitar a Gorki.
El refinamiento del lugar
quedaba alterado por el desorden de la gente. Bajo un cartel que prohibía comer
o beber en el recinto, un turista bastante zafio devoraba un bocadillo
grasiento. Cuando mi cuñado se lo echó en cara, el tipo se puso violento. Era
el contraste a las esculturas que armonizaban con el verde.
Decía Renato Espósito que “Capri
es el lugar del alma. La isla tiene sus ritmos, sus tiempos. Hay que vivirla
lentamente, respirar su hálito vital”. No le faltaba razón. Contemplando los
grupos de turistas en fila, disciplinados hasta lo que era posible, era
evidente que no captarían la esencia de la isla. Esta esencia se disfrutaba en
lugares un poco más alejados, en temporadas menos concurridas, como el
invierno, en etapas más plácidas y tranquilas, como la ruta realizada.