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El regreso a un ámbito más urbano ofrece un enorme elenco de distracciones que no podemos desaprovechar después de varias noches en que deseamos cantar y bailar. Muchas de esas diversiones están a pocos metros, en Senegambia. Luego habrá que sufrirlas a la hora de dormir. Nuestra calle y la perpendicular son una sucesión de restaurantes para cualquier paladar, bares con música en directo, un casino, tiendecillas, un supermercado, casas de cambio que no duermen nunca, hoteles y lugareños deseosos de diversión y buscarse la vida. Mejor caminar lento para empaparse de ese ambiente de ocio aguerrido. La animación está garantizada.

The New Wild Monkey es uno de los locales más emblemáticos. Abierto, para que corra el aire, adornado, cómo no, con pinturas de monos casi caricaturizados en todas las posiciones y gestos, ofrece buena comida para cenar y un espectáculo de danzas locales de estupenda calidad. Cuando entramos solo hay dos mesas ocupadas. La gente llegará más tarde.

Impera la tranquilidad antes de servirnos la cena y hasta que tocan Guantanamera, que nos ha captado en los primeros días. Acompañamos la letra y conseguimos despertar a los escasos comensales. Quien parece el maestro de ceremonias, de singular aspecto y sexo más bien indefinido, nos va sacando a bailar hasta que todos compartimos la pista, hacemos un corro, el trenecito y acabamos provocando la atención de los transeúntes. Sin duda, animamos a bastante gente a entrar. Se van llenando las mesas. Quizá tengamos dotes de animadores.



Los primeros bailes nos parecen un poco sosos. El cuerpo de baile está amodorrado, reservando fuerzas. La orquesta de percusión formada por tambores, bongos, timbales y otros instrumentos va acelerando y construyendo ritmos más vivos. Los bailarines se animan, los ritmos étnicos son más frenéticos, descoyuntados, como buscando el éxtasis. El espectáculo impacta con su sonido en el cuerpo y con su intensa marcha en el espíritu en un crescendo potente. Acompañamos la música y las danzas con las manos, dando palmas y con el resto del cuerpo. Aflora el subconsciente, la pasión, lo más íntimo, el lado oscuro, la sexualidad expresada en los movimientos compulsivos.

Sacan a bailar a Isa y a María, que asimilan el ritmo fácilmente. Los locales que están entre el público saltan a la pista y vuelcan su pasión. Parece que compitieran por los pasos más arriesgados o más dramáticos. Serios, sonrientes, sudorosos, embrujados y embrujantes.

Cesa el espectáculo y nos marchamos. El grupo casi al completo se va a tomar una copa y a bailar un rato. Me siento desajustado y me voy al hotel. Necesito recomponerme para aprovechar los dos últimos días.


 

Entrar en el hotel Kololi es entrar en el paraíso: buenas instalaciones, jardines de cuidado césped con flores, cocoteros y palmeras, monos saltarines que pasan olímpicamente de los huéspedes, aves que se posan sobre las ramas para ser admiradas con calma, varias piscinas y una habitación muy amplia con todas las comodidades imaginables (agua transparente, con presión, caliente, si quieres) que es un regalo después de alojamientos más sencillos, aunque siempre decentes. El personal es amable y a veces tienes la impresión de que flota o ha sido severamente entrenado para que no haga ruido. Siempre saludan con una sonrisa. Penetro en el paraíso en la mejor de las compañías.

Subo a la habitación con intención de descansar un poco, darme una ducha ligera para quitarme el sudor y los diversos estratos mugrientos sobre la piel, esencial para no contaminar la piscina, en donde terminaría de refrescarme. Todo despliega su encanto para facilitar el acceso a la felicidad. Mejora mi letra al escribir sobre un aparador que hace las funciones de mesa.



Me reconforta la ducha, me asomo a la terraza sobre el jardín, bajo y compruebo que no hay nadie. El cielo expresa su deseo de acabar cuanto antes las maniobras del atardecer y me convence de que no alcanzaré a tiempo la puesta de sol sobre el Atlántico. Me quedo un poco bloqueado. Vuelvo a la habitación y me tumbo sobre la cama (sin mosquitera, no es necesaria) con el arrullo del ventilador sobre mi cuerpo.

Recuerdo que ese paraíso me trae pocas sensaciones. Para vivirlas con intensidad hay que abrir hasta el último poro de los sentidos y el corazón. No recuerdo del olor de la hierba (quizá aún tenía la nariz seca por el polvo) o el aroma que apacienta la brisa de la tarde, una caricia de un amante considerado. Los grillos marcan un ritmo monótono que vence al silencio. Busco el sonido de las aves y no lo encuentro.



Me siento estúpido tumbado en la cama. Aún tengo el suficiente ánimo para poner la alarma del móvil. Me quedo traspuesto y noto un cansancio ancestral. La llegada ha causado una relajación que ha despeñado mi ánimo. Quizá porque me he alejado de los más necesitados, de los proyectos solidarios y me he entregado sin resistencia al mundo mercantil, al turismo tradicional que aquí no es de masas aunque aspire a ello. Me he perdido el atardecer, al que soy fiel seguidor siempre que puedo. Es demasiado valioso para un urbanita como yo que no lo puede gozar en su ciudad. Las puestas de sol son esencias de amor y romanticismo y no puedo dejarlos escapar.

Todo viajero tiene un mal momento desnudo de sensaciones.


 

Las gaviotas vuelan en rasante a la espera de una oportunidad, de un despiste, de un cubo que va demasiado lleno y que deja escapar un pescado. Montan un escándalo tremendo, histérico, amenazador. Con el resto de los elementos armonizan perfectamente.

Tanji es un pueblo de tradición pesquera que ha visto cómo crecía su población en los últimos años fruto de la emigración interior. La pesca y la industria ofrecen oportunidades de trabajo. La vida de los pescadores es dura. Casi todos ellos ejecutan su labor con unas precarias condiciones de seguridad. Se calcula que el 85 por ciento ha sufrido lesiones al desarrollar su trabajo. Muchos de ellos se suben a un barco sin saber nadar.



El perfume del pescado penetra hasta el fondo del cerebro y se incrusta sin remedio en la memoria y en el alma. La invasión sensorial es parte del espectáculo.

Sigo con la mirada a las mujeres que portean las cajas sobre su cabeza sin perder el equilibrio, con lentitud, con estilo. Unos críos van tras un hombre con un cubo en cada mano seguros de que algún pescado se le caerá y no perderá el tiempo parando a recogerlo. Es otra forma de faenar.



Le pregunto a un hombre de camiseta blanca y gafas oscuras por la capacidad de las barcas. Para faenar, unas veinte personas. Para transporte, unas doscientas. Y cuando se utilizan para la migración ilegal pueden llegar a duplicar esa cifra, a pesar del peligro para su estabilidad. Por eso, algunas vuelcan, zozobran, dejan un reguero de cadáveres.



Lo único que es estable son las capturas: en cubos, sobre la arena, en cualquier recipiente. El improvisado mercado (que no tiene nada de ello, salvo para mis ojos) es el movimiento, el sonido, el olor penetrante, los colores o los brillos. Si se parara se destruiría, se extinguiría, dejaría de atraer a los compradores o a los simples curiosos que somos los turistas que nos hemos acercado a disfrutar del montaje. Los cabos gruesos anclados, no se sabe dónde, rechinan y reptan con la tensión de las barcas. La luz traza sombras espectaculares.


 

Miriam nos ha metido por un estrecho corredor entre las construcciones, las cajas y la gente. Por el centro corre un regato negruzco con un agua pestilente. Casi se agradece el aroma del pescado, fuerte, convencidos de que está a punto de pudrirse, lo cual no es cierto. Seguro que el pescado y el marisco que hemos comido y comeremos ha salido de aquí. Y nos ha entusiasmado, como nos entusiasma este mercado en que las ventas se suceden o se anclan bajo las costrosas sombrillas en que se intenta resguardar el que puede.



Los plásticos son omnipresentes. El fuerte olor a sudor de los trabajadores flota compitiendo con el resto de los olores. Busco aromas que no sean tan hirientes.

Alcanzamos la orilla y caminamos procurando esquivar a la gente, no mojarnos los pies con las olas (no lo consigo) y no darnos un golpe con cajas, maderas, carretillas o cualquier otro objeto tirado por el suelo. Muchas barcas están despobladas y se balancean ligeramente, agitan sus estandartes, las banderas de varios países. Son de puntal alto, estrechas y alargadas, las proas adornadas como para una romería marina con ojos que se clavan en nuestra mirada, peces, nombres, colores organizados en bandas en una decoración festiva.



Las más cercanas solicitan la ayuda de hombres que se ponen a un costado y descargan las capturas. Las redes aún están desordenadas en cubierta. Cuando todo está descargado arrastran la barca hasta la arena y entre todos la depositan en la playa fuera del alcance de las aguas. Es una maniobra solidaria. Si fuera necesario nosotros también contribuiríamos. Esto ocurría en nuestra tierra no hace tantos años.


 

El caos es hermoso en Gambia. Lo escribo y no sé cómo justificarlo, aunque la belleza es subjetiva y no tiene que seguir los rígidos dictados de la razón. En Gambia, ni siquiera de la estética.

Salimos del primer mundo representado por el glamuroso restaurante donde hemos comido. Es nuestra realidad occidental donde lo más chocante son los adornos de navidad, árbol incluido, en un clima tropical que destila un calor apabullante. Cruzas la calle y te sumerges en un desmadre que lleva décadas o siglos funcionando eficazmente. El ambiente parece una estampa del pasado, una exposición de imágenes de algo pretérito, colosalmente pintoresco. Quizá alguien de una escuela de negocios debería de analizar el diseño del sistema de este microcosmos chocante. Si lograra redactar un protocolo y que lo aplicaran merecería el Nobel de economía.



El sol impacta sobre el desorden, sobre la pobreza, los desperdicios, las construcciones desbaratadas de interiores tenebrosos donde los hombres se asoman con rostros desgastados y miradas dispersas. Montan guardia a la entrada sin ninguna intención de impedir el paso. La visión es suficiente para no atreverse a acercarse.



El pescado está por todas partes. Expuesto al sol, ahumado, fresco y con enjambres de moscas, en carretillas que impulsan fornidos hombres que cualquiera diría que son atletas de élite de piel brillante, en cajas que cuidan y protegen señoras de aspecto orondo y vestidos rutilantes, amarillos, verdes, azules, blusas blancas, faldas a cuadros, tocados sencillos y vistosos. La variedad de especies es increíble y me paro ante algunas de ellas con admiración. Las vendedoras me miran con fastidio porque saben que no soy un potencial comprador. Se niegan a que las fotografíe, como es lo habitual, pero se niegan a que fotografíe el género. Están hartas de los turistas.


 


Si no entras se sienten casi insultados y si charlas con ellos te trabajarán el hígado convirtiéndote en su hermano, te hablarán de la necesidad de tus compras para que su familia pueda comer ese día. Van limpiando las piezas, te animan a decir un precio. Y si no es escandalosamente bajo, lo que equivale a que ya ganan algo, van lanzando ofertas. El regateo es necesario. El regateo es un ritual. Se sentirán ofendidos si aceptas a la primera. Luego te das cuenta de que has ahorrado tan solo unos pocos euros. Aunque tu ego se sube a la azotea. Los precios son muy bajos.



La calidad de algunas piezas es excelente: máscaras, animales, guerreros, amuletos, mujeres estilizadas, imanes, formas varias.

Me doy cuenta de que me he gastado todo lo que llevaba en el bolsillo y aún me atraen excelentes piezas. Voy a la furgoneta, me abre Essa y saco mi reserva de dalasis que dejaré más que tiesa. Estoy contento. Todos lo estamos con nuestras compras. Salimos todos con bolsas.



 


Antes de comer vamos al mercado de artesanía de Brikama. En contra de lo que suele ser habitual en este tipo de mercados es un lugar tranquilo. La quietud queda alterada por algún martilleo sobre la madera, el aroma de ésta que flota en el ambiente y las risas de unos niños que tratan de charlar un rato. No les hago demasiado caso y ellos tampoco se esfuerzan mucho. Les llama la atención mi cámara que en cuanto pongo hacia abajo saca toda la trompa del objetivo.

Tengo la fea costumbre de que al comprar mi primer recuerdo mi instinto consumista se excita y acabo puliéndome la pasta en un instante. Esta vez no será una excepción.



Los vendedores de cualquier mercado popular del mundo son infinitamente más avispados que los directores de ventas de las grandes multinacionales. Detectan inmediatamente quién es un potencial vendedor y atacan de frente con una maniobra envolvente. En el fondo, el comprador está maduro para aflojar el bolsillo.

Miriam no nos ha llevado constantemente de tiendas o fábricas, como hacen otros guías y turoperadores. Los españoles no entendemos un viaje sin compras. No es mi caso. Nos ha dado tiempo para acercarnos donde queramos, nos ha dado unas pequeñas instrucciones y no ha insistido mucho en este capítulo. Está claro que han erradicado las comisiones.



Voy avanzando y todos los vendedores me invitan a entrar en sus tiendas, pequeñas, abiertas y sencillas. No soy una excepción: invitan a todos los del grupo. Insisten, lo normal en su profesión. Es una cuestión de honor. Saben que si entras han avanzado bastante. Si tomas una pieza son conscientes de que te la llevarás.

-Solo mirar. No pasa nada -es su consigna, que expresan con gracia en un muy decente español.