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La siguiente parada fue en los jardines de Augusto, tan hermosos por sus árboles y plantas como por las vistas sobre el lado sur de la isla, desde los Faraglioni hasta Punta di Muro y Punta Venturoso. A nuestros pies, Marina Piccola y el Escollo de las Sirenas. Los acantilados eran impresionantes.



La senda que bajaba en zigzag hacia la pequeña playa era la via Krupp, mandada construir por el magnate del acero, tan aficionado a las reuniones sociales con los lugareños que acababan en orgías. Aquello le dio mala fama y su prestigio cayó en picado, tanto como los muros de la montaña. Acabó suicidándose. Lenin fue un asiduo caminante de la misma cuando se desplazó a Capri para visitar a Gorki.



El refinamiento del lugar quedaba alterado por el desorden de la gente. Bajo un cartel que prohibía comer o beber en el recinto, un turista bastante zafio devoraba un bocadillo grasiento. Cuando mi cuñado se lo echó en cara, el tipo se puso violento. Era el contraste a las esculturas que armonizaban con el verde.



Decía Renato Espósito que “Capri es el lugar del alma. La isla tiene sus ritmos, sus tiempos. Hay que vivirla lentamente, respirar su hálito vital”. No le faltaba razón. Contemplando los grupos de turistas en fila, disciplinados hasta lo que era posible, era evidente que no captarían la esencia de la isla. Esta esencia se disfrutaba en lugares un poco más alejados, en temporadas menos concurridas, como el invierno, en etapas más plácidas y tranquilas, como la ruta realizada.


 

Bajar a Marina Piccola hubiera consumido nuestras fuerzas. El calor pegaba con fuerza y lo razonable era pasear por las calles empinadas repletas de tiendas, galerías y glamour. Los hoteles mostraban el lujo de sus instalaciones.

Una placa rendía homenaje al ilustre poeta chileno Pablo Neruda. Aquí vivió su pasión con Matilde Urquiza y compuso Los versos del capitán. Capri inspiró a todos los escritores y artistas que se dieron cita en la isla a lo largo del tiempo. Porque transmite algo especial. No me hubiera importado ser huésped de algún potentado que me cediera su villa para potenciar mi escritura.



Su relación con Capri quedó reflejada por Antonio Skarmeta en El cartero y Pablo Neruda. Me abstraigo del trajín de la calle y de las tiendas de lujo y me lo imagino caminando por estos lugares, buscando el más adecuado para escribir sus poemas, dejándose penetrar por la naturaleza salvaje y la sencillez de los lugareños. Y me viene la imagen de los diálogos entre Phillip Noiret y Massimo Torisi. Y, por supuesto, de María Grazia Cucinotta.



Entre villas y palacetes, jardines y vistosas flores, distraídos por las tiendas y las galerías y tratando de confirmar si Capri parecía un decorado de cine, como habíamos leído, bajamos hacia la Certosa di San Giacomo, fundada en 1363. El edificio albergaba la biblioteca municipal, una sala de exposiciones y un museo. Nos asomamos a la iglesia, solitaria, sin bancos, observamos sus frescos, con una representación de la virgen en la entrada, nos asomamos a sus claustros y continuamos. Cuentan que en el siglo XVI fue asaltada por los piratas sarracenos y en el XVII se encerraron los monjes en su recinto para evitar el contagio durante una epidemia de peste, lo que sentó muy mal a los lugareños, que en venganza arrojaron los cadáveres de los infectados por encima de la tapia.


 

Aparecieron los grandes protagonistas de aquel sector de la costa: los Faraglioni. “Allí están -regreso a Savinio- no pintadas sino naturales, esas catedrales góticas que levantan altivamente sus agujas y sus flechas. El agua juega en torno y chapotea, esmeralda en los puntos en sombra, centelleante tejido lamé donde le da el sol… En la dignidad de los Faraglioni el mar a su alrededor tiene una importancia capital”.



Eran islotes asediados por las barcas. En lo alto lucía el verde de los árboles. La verticalidad dejaba la caliza desnuda. Fueron acompañándonos mientras caminábamos de regreso hacia la ciudad. Un mirador permitía admirarlos y recobrar un poco el resuello antes de continuar hacia Capri. Desde una villa se controlaba todo ese ámbito.



La otra montaña, Solaro, se divisaba desde esta posición privilegiada. En el hueco que permitía más allá de Marina Piccola brillaban las casas blancas. En la costa, pequeñas embarcaciones descansaban o surcaban el mar tranquilo.



Emilio Errico Vismara eligió con acierto el emplazamiento de su villa: frente al mar, dominando los Faraglioni. Encargó la construcción nada menos que a Le Corbusier, quien dejó su impronta en Punta Tragara. Durante la Segunda Guerra Mundial fue la sede del Comando Americano y acogió a Eisenhower y a Churchill, entre otros. Años más tarde, la compró el conde Goffredo Manfredi y la transformó en un hotel de superlujo. Contemplamos la bella creación desde el mirador. Volvía el gentío. Estábamos otra vez en el pueblo de Capri.


 

Cuando Savinio visitó la isla era invierno y la imagen que describe es dramática, casi aterroriza a quien la lee. El sol de finales de verano favorecía pensamientos más lúdicos, más tranquilizadores. El misterio era un regalo de las grutas, tan abundantes en las paredes que tocaban el mar. Cuevas para ritos religiosos o iniciáticos o para ocultar a los contrabandistas y los piratas.

Continuamos bajando abrigados por los árboles. Las piernas se resentían y temían el previsible ascenso. La naturaleza casi impedía la visión del mar, que se estructuraba en pequeñas calas inaccesibles limitadas por rocas que sobresalían de las aguas.



Los jóvenes de la isla bajaban hasta la Grotta di Matromania como rito propiciatorio para el éxito de su enlace. Aquí se veneró a la Mater Magna, a Cibeles, la diosa frigia de la naturaleza y los animales. Poco queda del antiguo ninfeo aunque el vientre de la montaña aún desprende un aire divino.



Entre lentiscos, mirtos, euforbias, ginestras o ágaves el camino empezó a remontar ligeramente. Los árboles se abrían y volvían el mar y los acantilados. El ascenso era duro y Lucía mentalizó a Amparo para que fuera a su ritmo. La labor dio su fruto y coronaron por delante de Carlos, que hacía de enlace con José Luis y conmigo, los fotógrafos.



El sendero de Pizzolungo, que también denominan la espuela de Polifemo, es espectacular. Mira al mar infinito desde la altura de un escalón de la montaña. Es una zona difícilmente accesible, aislada, para gente que busca soledad infinita. En punta Masello, el escritor Curzio Malaparte construyó la casa que lleva su nombre. Parece un barco varado. El morro de la proa es una escalera que comunica con una amplia terraza, como una ascensión sin límite. Los pinos la abrazan. Leí que la dejó en herencia a la República Popular China, lo que provocó que un sobrino impugnara el testamento. Durante años languideció y se deterioró. Continuaba activa como lugar de estudio para arquitectos y celebración de eventos culturales. Llegar no era fácil. Noventa y nueve peldaños eran el sacrificio que había que ofrecer para alcanzarla. O, de otra forma, llegar por mar.


 

El Arco Naturale anunció su presencia por encima de las copas de los pinos. Parecía que fuera a ser asediado por un desembarco en masa. Las embarcaciones dejaban estelas blancas en una peculiar formación, casi militar e invasora. El viento tímido agitaba las ramas y las hojas y nos refrescaba. Fuimos bajando en zigzag, nos asomamos a un restaurante estratégicamente situado -la trattoria Le Grottelle- y advertimos los acantilados que caían a pico hasta el mar. El verdor había vencido a las casas.



Como escribiera Savinio, al mediodía “los espíritus del aire, el mar y los bosques se levantan a esta hora y van a solazarse”. Los tres elementos se combinaban y pugnaban por captar la atención, cada uno con sus encantos. “Un gran silencio alrededor. Pero la obra no está muerta. Un viento misterioso, divino, viaja, huésped ligero, brioso, por esta meridiana paz y la anima toda de fresca locura”.



Hay que seguir bajando por el entreverado de sombras y empaparse de aromas: el de los pinos, el del mar, el de la mitología y la leyenda. El Arco Naturale abre su boca y muestra su único ojo como un gigantesco Polifemo. Al otro lado, el mar brilla con fuerza. Este acercamiento es un paseo homérico.



El lugar es hermoso, demuestra el vigor de la naturaleza, empequeñece a quien contempla la obra de la erosión. Los barcos turísticos se acercan lo más posible para que los turistas contemplen en contrapicado la ventana en la roca. “El mar negro ulula enfurecido al fondo de la cuenca rocosa -continuaba Savinio-. El Arco Naturale alza contra el plúmbeo cielo de oriente su bóveda titánica. Los cadáveres de aquellos que en vano intentaron violar su cumbre inaccesible se los tragaron las negras bocas de las cavernas que se abren entre roca y roca”.


 

Atravesamos la masa humana que había conquistado Marina Grande y nos montamos en el teleférico. La isla se fue desplegando con el telón de fondo del mar. Las casas quedaban salpicadas en el campo y en las cuestas. La sensación de placer mediterráneo crecía.

Nuevamente una gran masa humana nos recibió en lo alto. La ciudad de Capri servía de distribuidor de visitantes. Muchos se acumulaban en torno a las primeras calles y plazas. Las terrazas estaban llenas. El sol trabajaba a destajo. Mejor buscar la sombra.



Dejamos atrás la plaza Umberto I, tomamos la estrecha calle que nos habían indicado, continuamos según los carteles y abandonamos el agobio de la muchedumbre. Sin embargo, se sucedían las casas envidiables. El pueblo aún se extendía durante un buen rato.



Antes de la encrucijada de la Cruz, donde hay que elegir entre subir el monte Tiberio y continuar hasta Villa Jovis, la más famosa de las villas del sobrino y sucesor de Augusto, o continuar hacia Arco Naturale, nuestro destino, se abrían varias terrazas desde donde contemplamos el castillo, el de Barbarroja, Capri y el monte Solaro. Aún conservaba la isla sus bosques de pinos, altos cipreses y huertos de cítricos, si bien comprimidos por la fiebre urbanizadora. El aire se respiraba silencioso, el cielo estaba limpio de nubes y el único sonido era el de un pequeño y estrecho vehículo eléctrico que recorría la calle para recoger las basuras. Esa calle se convertía en camino un poco más lejos. Antes de iniciar el descenso divisamos el cabo Capo, la costa de Sorrento y, tímidamente, la bahía de Amalfi.


 

El tránsito de San Constanzo debió ser bastante más incómodo que el nuestro: alcanzó la isla en un tonel. Procedía de Bizancio, lo que implica una larga travesía. Cuentan que cuando los monjes de Montecassino trasladaron sus restos fuera de la isla, ésta quedó desprotegida, lo que facilitó la terrible incursión de Barbarroja en 1534 y la destrucción del castillo encaramado en lo alto de las peñas y que adoptó su nombre por cuestiones del destino. Las incursiones sarracenas sembraron el terror en toda la costa y Capri no quedó exenta. Robos, violaciones y destrucción acompañaron a estas gentes durante décadas. Los corsarios entraban a saco y se llevaban a las mujeres y los niños para venderlos como esclavos. Cualquiera se imagina ese destino a la luz del ritmo placentero que se percibe en toda la isla.



Porque la isla es toda sensualidad, placer, delicadeza. Esos elementos femeninos se contraponen con la roca, como componente masculino, duro, sobrio, estoico. Quizá es esa combinación la que cautiva a los viajeros y les obliga a disfrutar del entorno. Augusto denominó a Capri Agragápolis, la ciudad del ocio.



El emperador regresaba de Asia enfermo y cansado. Se detuvo en Capri y, cuenta Savinio, que el día de su llegada una encina seca reverdeció milagrosamente. Aquello era un buen augurio. Le devolvió la paz y la salud. Lástima que en el año 79 d.C. esa paz quedara alterada por la erupción del Vesubio.